CARLOS ZAMBRANO
El 27 de Abril de 1937, muere en prisión Antonio Gramsci el Fiscal que lo condeno por COMUNISTA decía que a ese cerebro no había que dejarlo pensar, Gramsci en prisión escribió una veintena de libros; era una mente maravillosa .
Antonio Gramsci es para mi
modelo de personalidad mas admirable, su vida es inconmensurablemente
impresionante, como lo fue por supuesto la del Che Guevara, por eso sigo
su imperativo categórico expresado en el ODIO A LOS INDIFERENTES.
Gramsci se inspiraba en los personajes trágicos del poeta alemán
Friedrich Hebbel, al cual nombra en el poema, que incluso llega a
parecerse a uno de ellos que fueron víctimas de la Razón de Estado, pero
como parodiando a Hebbel, Gramsci se le asemejaba. Pues ambos eran de
extracción humilde sufriendo las vicisitudes propias de la pobreza
europeas.
Odio a los indiferentes
Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que “vivir significa tomar partido”. No
pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad.
Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La
indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso
odio a los indiferentes.
La indiferencia es el peso muerto de la historia.
Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a
menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que
rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida,
mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en
su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los
hace desistir de cualquier empresa heroica.
La indiferencia opera con fuerza en la historia.
Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no
se puede contar, lo que altera los programas, lo que trastorna los
planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela contra la
inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que se abate sobre
todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede
generar no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que trabajan
como a la indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre no
ocurre tanto porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque
la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se
aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar
leyes que después sólo la revuelta podrá derogar, dejar subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.
La fatalidad que parece dominar la historia no es otra que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo.
Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún
tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa
ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados
según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones
personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora,
porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a
confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y
entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos,
parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una
erupción, un terremoto, del que son víctimas todos, quien quería y quien
no quería, quien lo sabía y quien no lo sabía, quien había estado
activo y quien era indiferente. Y este último se irrita, querría
escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que el no quería,
que el no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros
maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: si yo
hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi
voluntad, mis ideas ¿habría ocurrido lo que paso? Pero nadie o muy pocos
culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido
sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente
para evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien.
La mayoría de ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de los ideales,
de programas definitivamente en ruinas y de otras lindezas similares.
Recomienzan así su rechazo de cualquier responsabilidad. Y no es que ya
no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar en
hermosas soluciones a los problemas más urgentes o que, si bien
requieren una gran preparación y tiempo, sin embargo, son igualmente
urgentes. Pero estas soluciones resultan bellamente infecundas, y esa
contribución a la vida colectiva no está motivada por ninguna luz moral;
es producto de la curiosidad intelectual, no de un fuerte sentido de la
responsabilidad histórica que quiere a todos activos en la vida, que no
admite agnosticismos e indiferencias de ningún género.
Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes.
Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que
la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre
todo por lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no
tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos
mis lágrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia viril de los
míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en
ella la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que
sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de
los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana mientras
unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y el que aun
hoy está en la ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco
bueno que las actividades de los pocos procuran, y desahoga su
desilusión vituperando al sacrificado, al desangrado, porque ha fallado
en su intento.
Vivo, soy partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los indiferentes.
Antonio Gramsci, 11 de febrero de 1.917
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