martes, 12 de junio de 2018


CARLOS ZAMBRANO

El 27 de Abril de 1937, muere en prisión Antonio Gramsci el Fiscal que lo condeno por COMUNISTA decía que a ese cerebro no había que dejarlo pensar, Gramsci en prisión escribió una veintena de libros; era una mente maravillosa . 
Gramsci escribió: Notas sobre el estado y Maquiavelo, Para la Reforma Moral e Intelectual, Acerca de la Praxis, (estando libre escribió el Árbol del Erizo, El Ratón de la Montaña), Los Intelectuales y la Organización de la Cultura, Una Familia Revolucionaria, Escritos sobre la Revolución Rusa, El Materialismo Histórico y la Filosofía de Benedetto Croce, Pasado y Presente, La Política y el Estado, Bajo la Mole y por ultimo es importante sus CUADERNOS DESDE LA CÁRCEL que varios apologistas los han clasificados como libros.
Antonio Gramsci es para mi modelo de personalidad mas admirable, su vida es inconmensurablemente impresionante, como lo fue por supuesto la del Che Guevara, por eso sigo su imperativo categórico expresado en el ODIO A LOS INDIFERENTES. Gramsci se inspiraba en los personajes trágicos del poeta alemán Friedrich Hebbel, al cual nombra en el poema, que incluso llega a parecerse a uno de ellos que fueron víctimas de la Razón de Estado, pero como parodiando a Hebbel, Gramsci se le asemejaba. Pues ambos eran de extracción humilde sufriendo las vicisitudes propias de la pobreza europeas.

El año de 1917 escribió ODIO A LOS INDIFERENTES

Odio a los indiferentes

Odio a los indiferentes. Creo, como Friedrich Hebbel, que “vivir significa tomar partido”. No pueden existir quienes sean solamente hombres, extraños a la ciudad. Quien realmente vive no puede no ser ciudadano, no tomar partido. La indiferencia es apatía, es parasitismo, es cobardía, no es vida. Por eso odio a los indiferentes.
La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador, es la materia inerte en la que a menudo se ahogan los entusiasmos más brillantes, es el pantano que rodea a la vieja ciudad y la defiende mejor que la muralla más sólida, mejor que las corazas de sus guerreros, que se traga a los asaltantes en su remolino de lodo, y los diezma y los amilana, y en ocasiones los hace desistir de cualquier empresa heroica.
La indiferencia opera con fuerza en la historia. Opera pasivamente, pero opera. Es la fatalidad, aquello con lo que no se puede contar, lo que altera los programas, lo que trastorna los planes mejor elaborados, es la materia bruta que se rebela contra la inteligencia y la estrangula. Lo que sucede, el mal que se abate sobre todos, el posible bien que un acto heroico (de valor universal) puede generar no es tanto debido a la iniciativa de los pocos que trabajan como a la indiferencia, al absentismo de los muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunas personas quieren que eso ocurra, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja hacer, deja que se aten los nudos que luego sólo la espada puede cortar, deja promulgar leyes que después sólo la revuelta podrá derogar, dejar subir al poder a los hombres que luego sólo un motín podrá derrocar.
La fatalidad que parece dominar la historia no es otra que la apariencia ilusoria de esta indiferencia, de este absentismo. Los hechos maduran en la sombra, entre unas pocas manos, sin ningún tipo de control, que tejen la trama de la vida colectiva, y la masa ignora, porque no se preocupa. Los destinos de una época son manipulados según visiones estrechas, objetivos inmediatos, ambiciones y pasiones personales de pequeños grupos activos, y la masa de los hombres ignora, porque no se preocupa. Pero los hechos que han madurado llegan a confluir, pero la tela tejida en la sombra llega a buen término: y entonces parece ser la fatalidad la que lo arrolla todo y a todos, parece que la historia no sea más que un enorme fenómeno natural, una erupción, un terremoto, del que son víctimas todos, quien quería y quien no quería, quien lo sabía y quien no lo sabía, quien había estado activo y quien era indiferente. Y este último se irrita, querría escaparse de las consecuencias, querría dejar claro que el no quería, que el no es el responsable. Algunos lloriquean compasivamente, otros maldicen obscenamente, pero nadie o muy pocos se preguntan: si yo hubiera cumplido con mi deber, si hubiera tratado de hacer valer mi voluntad, mis ideas ¿habría ocurrido lo que paso? Pero nadie o muy pocos culpan a su propia indiferencia, a su escepticismo, a no haber ofrecido sus manos y su actividad a los grupos de ciudadanos que, precisamente para evitar ese mal, combatían, proponiéndose procurar un bien.
La mayoría de ellos, sin embargo, pasados los acontecimientos, prefiere hablar del fracaso de los ideales, de programas definitivamente en ruinas y de otras lindezas similares. Recomienzan así su rechazo de cualquier responsabilidad. Y no es que ya no vean las cosas claras, y que a veces no sean capaces de pensar en hermosas soluciones a los problemas más urgentes o que, si bien requieren una gran preparación y tiempo, sin embargo, son igualmente urgentes. Pero estas soluciones resultan bellamente infecundas, y esa contribución a la vida colectiva no está motivada por ninguna luz moral; es producto de la curiosidad intelectual, no de un fuerte sentido de la responsabilidad histórica que quiere a todos activos en la vida, que no admite agnosticismos e indiferencias de ningún género.
Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por cómo ha desempeñado el papel que la vida le ha dado y le da todos los días, por lo que ha hecho y sobre todo por lo que no ha hecho. Y siento que puedo ser inexorable, que no tengo que malgastar mi compasión, que no tengo que compartir con ellos mis lágrimas. Soy partisano, vivo, siento en la conciencia viril de los míos latir la actividad de la ciudad futura que están construyendo. Y en ella la cadena social no pesa sobre unos pocos, en ella nada de lo que sucede se debe al azar, a la fatalidad, sino a la obra inteligente de los ciudadanos. En ella no hay nadie mirando por la ventana mientras unos pocos se sacrifican, se desangran en el sacrificio; y el que aun hoy está en la ventana, al acecho, quiere sacar provecho de lo poco bueno que las actividades de los pocos procuran, y desahoga su desilusión vituperando al sacrificado, al desangrado, porque ha fallado en su intento.
Vivo, soy partisano. Por eso odio a los que no toman partido, por eso odio a los indiferentes.
Antonio Gramsci, 11 de febrero de 1.917






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